viernes, 10 de abril de 2020

Mi primer Jueves Santo

 por José María Campos Casquet

            ¡Cuántos años perdidos! Sabía que llevaba años, y espero que quiera Dios sean muchos más, sin conocer el jueves santo, pero es que ayer, jueves santo de 2020, me di cuenta que llevaba los mismos habiéndote perdido y no habiéndome encontrado. 

            Iba a ser la primera vez que no “salía de” y ha sido el primer año que “he sido”. He sido tuyo y Tú has sido mío. Años bajo la trabajadera, años de, cual aprendiz de timonel, guiar a una cuadrilla de costaleros, años intentando ser el primer servidor de mis hermanos que visten la clámide morada... y este año tomé mi cruz y te seguí. ¡Qué privilegio más grande contemplarte a cada instante! ¡Cuántas conversaciones, Tú ya sin poder hablarme, pero diciéndomelo todo! Tu cuerpo suspendido, tu cabello recogido acariciándote la espalda y tu cabeza  abandonada sobre tu pecho.

Permitirme que ésta, por una vez, no sea la crónica general de uno de los días de la maravillosa Semana Santa que estamos viviendo en esta cálida primavera, que no sea hablar de los nutridos tramos de nazarenos, de las bellísimas señoras ataviadas de mantilla, del acertadísimo repertorio musical que nuestras Hermandades han escogido mejor que nunca para que sean interpretadas por los cada vez más acreditados músicos cofrades, del casi siempre acertado exorno floral que presentan nuestros pasos ni de las aceras y plazas repletas de almerienses que, este año por fin, demuestran su graduación en cofradilogía, distinguiendo, desde el convencimiento interior, la alegría que acompaña la luminosidad brillante que emana de aquéllas que devocionan la humanidad y cercanía del Hijo de Dios y la Esperanza de su Madre, del silencio respetuoso con el que Almería envuelve a aquéllas que veneran los Dolores de la Santísima Virgen y la Buena Muerte de Cristo como expresión máxima del Amor de Dios Padre. Todas iguales en la Fe de la Resurrección, pero distintas en cómo expresar públicamente el camino hacia ella, y todas obteniendo como mejor recompensa el  aplauso callado que se derrama por las mejillas de quienes han demostrado no ser meros espectadores. 

Qué atrás quedan demostraciones más propias de un carnaval cofrade por fin superado. Aunque hoy no sea momento de todo ello ni, por supuesto, de valorar la nueva carrera oficial, tiempo y personas más autorizadas habrá para ello, sí quiero dar un gracias Almería porque gracias a tí, con las Hermandades y Cofradías a la cabeza, habéis conseguido que ya nadie se acuerde de que nuestra Semana Santa es una fiesta “de interés turístico”, habiéndose obtenido, por fin, el mayor galardón que siempre hemos pretendido los cofrades: ser una manifestación de religiosidad “de interés”, sin más, pero sin menos, de interés, de mucho interés para Almería y sus gentes, porque ser cofrade es mucho más que ser semanasantero y ser cofradía mucho más que una peña o club cultural de amigos. Las hermandades, después de años buscándose a sí mismas, se han encontrado, y eso ha quedado evidenciado en estos días transcurridos de esta Semana Santa de 2020, comprendiendo que no pueden desfilar sino hacer estación de penitencia y no pueden hacer estación sin oración siendo por primera vez los protagonistas, las propias cofradías, por medio de la Agrupación, quienes han organizado y gestionado la carrera oficial contando, para ello, con la colaboración y generosidad del Ayuntamiento y de nuestro Prelado. Gracias a esta necesaria metamorfosis, trabajada desde lejos por las hermandades, éstas han sido reconocidas por una ciudad que las ha hecho suyas, porque ellas también han demostrado con razones y con hechos la capacidad de ser y estar por y para la ciudad. 

Pasado ya el retranqueo de la justificación, ésta es la crónica intimista del  Jueves Santo en que, al fin por primera vez, tomé mi cruz y le seguí, sin verle de frente, pero sintiéndole presente en cada paso que dábamos y en cada persona que lo contemplaba. 

La crónica me váis a permitir que la comience en las vísperas, porque no se puede comprender la función principal sin haber vivido el quinario de preparación. Y ahí es donde me adentro, en la ya casi olvidada cuaresma –para el recuerdo ese multitudinario Via Crucis general que Él presidió- que acababa cuando, llegado el sábado de Pasión, en la intimidad del hogar, se abría el armario donde dormía su sueño anual un hábito nazareno. Como cada año, la mañana del último de los cuarenta días previos me reconfortaba la visión del cinturón de esparto y de ese hábito morado de interminable cola, mientras, delicadamente, como si de un rito extraño se tratara, le devolvía su ansiada libertad. Plancharlo y colgarlo de alguna puerta no hace más que impacientar la mirada casi infantil de quien no ve ya el momento de vestirlo, de proclamar su condición de cofrade y de conformar el pueblo nazareno que, alzando entre sus manos la luz de Cristo hecha cirio o llevando al hombro su cruz tras El, conjuga la pena del morado de su hábito con la alegría de su muerte redentora. 

Pocos días, pero interminables, hasta que, siguiendo una liturgia no escrita, el hermano, negándose a sí mismo y ocultándose desde ya al mundo, es ayudado por otro a cubrirse con la cola de su hábito, aquélla que todo el año va cargando de su condición humana, y a ceñirse el esparto a su cintura, para, acompañado de su familia, también hermanos de la corporación, cubiertos y en silencio, dirigirnos, después de varios años sin poder hacerlo, a participar de los Santos Oficios. Qué sensaciones más hondas las de ver a las 5 de la tarde cómo las calles que confluyen en San Juan eran ríos morados de hermanos, cómo se descubrían al traspasar el dintel de la puerta y cómo la Iglesia se quedaba pequeña para acoger a tantos cuantos participamos de la Cena del Señor. 

Cómo no comprender, cuando el morado llenó de color el camino más corto que enlaza la Almedina con la Iglesia de la Inmaculada Concepción, donde reposa el Obispo Orberá, que morado no es sólo el color de un hábito. Que morado es Angustias: un corazón traspasado y entregado después de llevar en nuestro interior el Sagrado alimento del Cuerpo de Aquél al que íbamos a acompañar un par de horas más tarde. Qué ejemplo de compartir el Amor fraterno: Yo le acompañé, pero él y Él venían conmigo.

Con mi cruz siguiéndole, como anónimo penitente, he podido acompañar esa Cruz que roza fachadas y balcones donde manos anónimas esperaban su llegada para poder tocar, siquiera por un instante, esos brazos que se abren de norte a sur, de este a oeste; he visto subirse a ella a Nicodemo y a José de Arimatea; he visto cómo los cirios del último tramo copiaban a Cristo, pintándolo en las paredes, besando la cal del muro; he visto cómo sus brazos medían la estrechez de la calle y se metían los balcones y abrían paso los doseles, que trae los brazos abiertos y Cristo pasar no puede. He comprobado cómo nuestras calles están hechas para que Cristo y su Madre las anden, para que Cristo y su Madre las llenen, para que Cristo viva y se muera en ellas, no un día, sino cada día. He visto y creído que la Buena Muerte es la Esperanza que nos da la mano cuando nos vemos solos sin nadie en quien apoyarnos, la que nos levanta del pasillo frío cuando la enfermedad te arrastra destrozado, la que sirve el caldo caliente en la noche del desamparo, la que dibuja la sonrisa la tarde de Reyes Magos, la que enciende el fuego apagado, la que calienta y alienta la noche con su mirada, la que nos llama para que le contemos lo que nos está pasando, la que quiere que seamos sus manos más allá de las suyas, la que calla y te atiende, te oye y te escucha y te devuelve su abrazo. 

Y he sentido que mi Alma eres Tú… y en mi alma, Buena Muerte, está tu nombre proclamando que Cristo Resucitado vive. Vida que mata, muerte que da vida. Tomé mi cruz y te seguí. Jueves Santo de 2020: mi primer Jueves Santo.