sábado, 11 de abril de 2020

Somos Servitas

Parecía que no, pero sí. Nadie apostaba por ello hacía tres meses y sin embargo ahí estábamos de nuevo, cruzando el tranco de mármol de la puerta principal de Santiago. Hice como siempre: girar a la izquierda y encaminarme en la más absoluta oscuridad hacia el altar mayor por el lado de la epístola y dejar allí el guion. En un leve susurro escuché mi nombre y al volverme me encontré con la mantilla más guapa del mundo que me ofrecía su mano para renovar nuestra tradición: sentarnos juntos en un banco para esperarla a Ella hasta que quisiera entrar en casa. Tardaría justo lo que siete saetas, siete dolores desgarrados en unas devotas gargantas.

Primera saeta: la profecía de Simeón

¿Cómo te encuentras? Bien, pero me duele la espalda y la mano. ¿Qué tal tú? Emocionada aunque muy cansada. ¿Has visto la cantidad de gente en la calle? Nunca las había visto así. ¿Has rezado? Mucho, por la familia, por nosotros y por los que ya no están. Y qué silencio. Tanto que sobrecogía; ponía la piel de gallina. Pensaba que no íbamos a poder pasar por la calle de las Tiendas del gentío que se agolpaba.

Segunda saeta: la huida a Egipto

La Virgen se acercaba y acariciaba el muro de piedra de Santiago. Recordé entonces los nudos en la garganta cuando se empezó a especular con la suspensión de la Semana Santa. Menos mal que el Gobierno había sido firme y rápido, tomando medidas duras desde que a mediados de enero surgieran los primeros casos. Cierre de fronteras y confinamiento durante casi dos meses habían hecho que el innombrable virus se esfumara de nuestro país y que la casi inexistente Cuaresma diera paso a una triunfal Semana Santa. Y no quitemos mérito al obispo cuando decidió subir al cerro de San Cristóbal rezando el viacruciscon el Cristo del Escucha.

Tercera saeta: la pérdida de Jesús

El calor se estaba haciendo insoportable bajo el antifaz. Qué bonito itinerario el de este año. Se me volvió a erizar la parte de atrás del cuello al recordar llegar a la carrera oficial por la calle Lachambre, tal y como hicieron nuestros hermanos soleanos durante los últimos veinticinco años del siglo XIX. O haber pasado por la estrechez y penumbra de Gutierre de Cárdenas (donde hubo que quitarle las maniguetas al misterio). Qué noche, Soledad, qué noche. Apreté más su mano al rememorar las lágrimas que me caían al arrastrar los pies descalzos por las losas frías de la calle de las Tiendas, viendo en el horizonte a cientos de devotos que habían venido a darle el pésame a Ella por la muerte de su Hjio.

Cuarta saeta: el encuentro con Jesús con la cruz a cuestas

Nuestra Señora de los Dolores ya lloraba su tristeza justo delante de la puerta de su casa. Y recordé a esos ángeles que viven entre nosotros y que la cofradía había visitado la noche más triste del año. Esas religiosas que habían jugado un papel importantísimo en la pasada crisis, extendiendo sus caritativas manos hacia los necesitados de Amor. Esclavas del Santísimo, Siervas de María, Puras Franciscanas, Esclavas de María Inmaculada y madres Clarisas, ninguna había desaprovechado la ocasión de mirar directamente a los ojos a su Madre de los Dolores, desde la puerta, una pequeña ventana o el secretismo de un terrao. La habían mirado y habían hablado con Ella, consolándola.

Quinta saeta: Jesús muere en la cruz

Por lo que había escuchado en el silencio de las aceras, Caridad y Sepulcro habían estado espléndidas. A la primera no la había llegado a ver y eso era señal de que la decisión de última hora de dar la vuelta a la catedral había sido más que acertada para evitar un parón innecesario. Y de la segunda, todavía no me creía que el mismo Viernes de Dolores el obispo accediera al fin al sentido normal y no al contrario. Parecía que nada podía haber salido mejor.

Sexta saeta: María recibe el cuerpo de Jesús

Ya estaba la Soledad casi en el interior de Santiago. Permanecía quieta, en silencio, escuchando la tristeza de su pueblo. Podía ver el manto. Negro y dorado. Como Ella: dolor y luz.; tristeza y esperanza. Me moría por verle el rostro. Tenía que confesarlo: durante la procesión había girado la cara para verla, para saber cómo iba, para conectar nuestras miradas. No se podía hacer, pero qué más daba. María acababa de enterrar a su Hijo. ¿Cómo no iba a mirarla? Me hubiera gustado correr a su lado, cogerla de la mano y ayudarla a volver a casa en esa noche oscura.

Séptima saeta: Jesús es colocado en el sepulcro

Se escuchó el martillo. La última saeta seguía sonando. Poco a poco se fue asomando ante el absoluto silencio de sus siervos, de los servitas, que impávidos le dábamos un último aliento para que pudiera descansar tras una noche tan amarga. El silencio era absoluto en todo el templo. Se cerró la puerta. Abracé con fuerza a mi mantilla y todos los servitas nos unimos en una sola voz, mientras le cantábamos una Salve en acción de gracias por habernos cuidado tanto en estos meses.